Entre lo improbable y lo inevitable
El panorama no era alentador para Kansas City Chiefs hasta que Patrick Mahomes decidió desafiar los límites de la lógica.
Es diciembre y no hay regalos de navidad en Kansas City: los Chiefs acaban de perder el clásico en casa ante Las Vegas Raiders. El fútbol americano se vive diferente a otras tribunas en Estados Unidos: no hay lugar para el show. Para los hinchas de los Chiefs, y también para los hinchas de los Raiders, la rivalidad simboliza algo más que la enemistad deportiva.
De los Chiefs campeones del Super Bowl apenas quedan los recuerdos de la remontada ante Philadelphia Eagles en Arizona. Los titulares deportivos de los principales medios norteamericanos se hacen una misma pregunta alrededor de un equipo que había sufrido su tercera derrota en los últimos cuatro partidos: ¿Qué le pasa a los Chiefs? ¿Es el fin de su dinastía?
El panorama es desalentador, un horizonte nebuloso en el que las dudas ya no se circunscribían únicamente a su capacidad para defender su corona, una hazaña que solo había ocurrido ocho veces en la historia y por última vez hace dos décadas con la consagración de los New England Patriots de Tom Brady y Bill Belichick: con un récord de nueve triunfos y seis derrotas, los analistas más pesimistas proyectan que ni siquiera clasificarán a los playoffs.
Es la temporada regular más inconsistente de Patrick Mahomes en sus seis años como titular. Salvo su infalible socio Travis Kelce -aún con las primeras cicatrices del calendario a sus 34 años-, el reparto ofensivo a su alrededor le ofrece más dudas que certezas: su primera opción como ala abierta es el novato Rashee Rice, elegido con el pick 55 de la segunda ronda del Draft 2023.
Para el éxito de un mariscal de campo resulta imprescindible un acto tan simple desde lo teórico y visual como complejo en su ejecución: que los receptores capturen sus lanzamientos. Y los receptores de Kansas City dejaron caer el ovoide como ninguna otra franquicia: finalizaron 2023 con 44 drops.
Esa misma noche, con la herida todavía sangrante, Mahomes se sentó junto a su entrenador personal Jeff Christensen y proyectó su futuro: “Vamos a ganar el Super Bowl”. “Definitivamente nunca había tenido una navidad peor que esa”, confesó tiempo después. Para conseguirlo debería repetir la reforma que en 2022 había impulsado tras la partida de Tyreek Hill, uno de los mejores receptores de la liga, a Miami Dolphins.
"Decían que habíamos perdido a nuestro mejor ala y la verdad es que era así. El mejor de la NFL -explica el entrenador Andy Reid-. No íbamos a ser tan buenos en los pases, pero él dijo: 'Vamos a trabajarlo'. El tiempo que pasó con esos chicos es algo que la mayoría de los mariscales de esta liga no han hecho con sus jugadores".
Pero ahora es febrero y Las Vegas vibra con su primer Super Bowl. La ciudad del pecado, la meca del espectáculo, recibe al evento más relevante del deporte estadounidense, la cita que reúne año a año a la mayor cantidad de televidentes frente al televisor y que colocó a más de una veintena de sus encuentros entre las treinta transmisiones con más espectadores en la historia de su país. En este 11 de febrero de 2024 serán 123.4 millones en suelo estadounidense y lo transformarán en el segundo hecho más visualizado de todos los tiempos, apenas por detrás del alunizaje de Neil Armstrong y Edwin Aldrin el 20 de julio de 1969.
Los hinchas de los Raiders, reubicados en Las Vegas desde 2020, sufren: dos meses después de aquella victoria como visitante en Arrowhead que parecía hundir en el ostracismo a sus eternos adversarios, los Chiefs enfrentarán a San Francisco 49ers en el Allegiant Stadium. Son los mismos Chiefs, con los mismos lunares en el repertorio de receptores, pero con un Mahomes que rememora a Michael Jordan: un animal competitivo decidido a ganar, cueste lo que cueste aunque tenga que hacerlo en soledad, contra el mundo, con una línea ofensiva diezmada que lo protege poco y lo obliga a extender las jugadas, sin opciones fiables a su alrededor.
Las Vegas es una ciudad en la que cada hotel es una ciudad con su propio casino, sus propios restaurantes y sus propias piletas. Todo se puede hacer dentro de sus muros: podés apostarle a tu deportista favorito, podés bajar al estadio a ver una pelea por el campeonato mundial de los pesados o trasnochar a las cuatro de la mañana en pijama a comerte un doble cuarto de libra con queso en McDonald’s.
A contramano de lo que uno imaginaría, hospedarse en un hotel cinco estrellas en la ciudad del pecado no es todo lo caro que uno imaginaría cuando piensa en lo caro que sería hospedarse en un hotel cinco estrellas en la ciudad del pecado. Es que el negocio va por otro lado en esa comarca encandilante, conectada por escaleras mecánicas que unen las moles de cemento para evitarle al turista el calor habitual del desierto.
La legalización del juego en los casinos de 1931 convirtió a Las Vegas en un paraíso que alimenta los vicios más compulsivos del hombre y convirtió a esa fascinación por los tragamonedas, la ruleta, el póquer y el blackjack en su medio de vida. Ahora son las apuestas deportivas las que dominan su ecosistema y esas apuestas deportivas que inundan los medios, las redes y las calles dan como favorito a San Francisco 49ers.
El viaje de Kansas City a Las Vegas se alimenta a fuerza de triunfos. Las victorias ante Cincinnati Bengals y Los Angeles Chargers fueron el combustible que le permitió acceder a la postemporada pero tuvieron que iniciar su camino en la fase de comodines, el primer episodio de la ronda eliminatoria más compleja de la historia según las estadísticas avanzadas de la NFL: tuvieron que eliminar a Miami Dolphins, a Buffalo Bills y a Baltimore Ravens en su camino hacia la definición vegasina.
Pero a pesar de los contratiempos, el desenlace es el de siempre: Patrick Mahomes sube al escenario para recibir su tercer trofeo Vince Lombardi en su cuarta final, el tercero en sus seis años como titular. El próximo 17 de septiembre, días después del inicio de la temporada 2024, cumplirá 29 años. Como hace un año, acaba de consumar otra remontada de más de diez puntos en un cierre para la historia. Minutos antes de recibir el premio al jugador más valioso, ante el micrófono que sostiene el comisionado Roger Goodell en cada ceremonia de premiación, apuntaló aquello que minutos antes acababa de demostrar con sus propias manos: “Sepan que los Kansas City Chiefs nunca son underdogs”.
No había sido una noche cómoda para Patrick Mahomes. La presión de la defensiva de los 49ers, sedienta de revancha tras desperdiciar una ventaja de diez puntos en el último cuarto de la edición 2020, imponía condiciones: obligaba a Mahomes a salir de la bolsa de protección para extender las jugadas en busca de un resquicio entre líneas enemigas, había domado a Travis Kelce y estropeaba cada corrida del running back Isiah Pacheco.
Kyle Shanahan, head coach de San Francisco, había encontrado el antídoto para cada fórmula diseñada por el entrenador Andy Reid. Vulnerable y nervioso como nunca antes, Kansas City no tenía forma de avanzar en el campo. El ofuscado Kelce se repetía en corridas estériles y le reprochaba su poca participación a los empujones a Reid, Pacheco se estrolaba con una inexorable muralla blanca y dorada y hasta los confundidos receptores corrían en sentido contrario: un incrédulo Mahomes se agarraba la cabeza cuando en el último drive del partido el receptor Marquez Valdes-Scantling atenazó un pase y, en lugar de salir de la cancha, retrocedió con la pelota en sus manos hacia su propia zona de anotación hasta perder tres yardas.
Pero hay una característica metafísica exclusiva que distingue a las grandes leyendas como Mahomes, indiscutido integrante de la mitología deportiva: la certeza de que no hay adversidad ni desventaja ni atascamiento ni plan defensivo suficiente para contenerlo. Porque Mahomes expuso, por enésima ocasión en su carrera y en uno de los mayores puntos de ebullición del deporte mundial, que es inevitable.
Y todos saben que algo mágico sucederá cuando el número 15 de los Chiefs sale a la cancha. Absolutamente todos: los fanáticos propios que le rezan a su estampita y suelen ver recompensada su fe con un milagro más; los hinchas contrarios que maldicen a su inminente villano con la bronca de no poder hacer nada para frenarlo y la envidia por no contar con su talento; los neutrales que tienen marcado en rojo los días y las horas en las que juega porque es uno de los pocos deportistas que en este mundo efímero y robotizado ofrecen un repertorio capaz de provocar que te levantes de un alarido del sillón y tu pareja se preocupe por la resistencia de tu corazón; los casuales que no entienden el deporte, que no saben las reglas ni conocen las posiciones ni los apellidos, pero que se quedan absortos por la certeza de que ahí, que desde las manos de Mahomes, se está escribiendo la historia; los rivales que lo ven desde afuera de la cancha y quedan confundidos mientras intentan encontrarle una respuesta a la nueva duda existencial de cómo Mahomes es capaz de hacer lo que hace; los compañeros que se convierten en espectadores de lujo y beneficiados de los monólogos que suele montar; y los periodistas que documentan cada una de sus travesuras pero cada vez tienen más dificultades para no repetirse en sus elogios.
Porque Mahomes, en un mundo que ofrece como futuro una serie de respuestas automáticas sin alma, representa la ilusión de lo incierto y nos recuerda en cada jugada, en cada intervención, que no hay nada más humano que la magia y la belleza. Interpreta un viaje en el tiempo a la niñez, a cuando el deporte era juntarse con amigos a divertirse, ese espíritu amateur de cuando solo importaba lo que pasaba dentro de la cancha.
Mahomes transmite la sensación de que se divierte, encapsula esa infancia inconsciente en la que intentamos pases imposibles y todavía soñamos con ser el futbolista que engancha una volea furiosa para ganar la final de un Mundial o con entronizarnos en el héroe de la ciudad que gana el Super Bowl con una última serie ofensiva para la historia. Lo inédito en Mahomes es que esos trucos son un denominador común y que los ejecuta con una eficacia inusitada frente a once enemigos lanzados a su caza, en desventaja en el marcador y en el momento de mayor presión en su disciplina. No solo eso: Mahomes, el único quarterback en remontar diez o más puntos en sus tres títulos de Super Bowl, rinde mejor cuanto más hostil es la situación.
Pero hasta entonces no había sido una noche fácil para Mahomes. La primera mitad había sido una pesadilla: en sus cinco drives apenas había conseguido anotar tres puntos como consecuencia de un gol de campo agónico del pateador Harrison Butker. Mahomes había sacado algunos trucos para alimentar a una ofensiva contrariada pero a cada genialidad la sacudía un error ajeno: a un bombazo de 53 yardas que posicionó a Kansas City en la zona roja le siguió un fumble de Pacheco que le permitió recuperar el balón a San Francisco.
Mahomes poco había podido hacer antes del show musical del entretiempo y la diferencia de siete puntos con la que se fueron al vestuario era una buena noticia para unos Chiefs desconcertados. El guión se mantuvo durante la mayor parte de la segunda etapa a excepción de un obsequio que Mahomes castigó tras un error de los equipos especiales de los 49ers: con la pelota a yardas de la zona de anotación, Mahomes encontró a Valdes-Scatling para el touchdown.
La respuesta automática de San Francisco parecía transmitir un mensaje contundente: que en Las Vegas no hay espacio para la religión. Eso creyeron muchos cuando Mahomes saltó al campo de juego en cada uno de sus últimos dos drives, el primero para forzar el tiempo extra en 113 segundos y el segundo, contra las cuerdas, para responder al gol de campo que le hubiera dado el campeonato a sus rivales.
Hay una cualidad distintiva y singular de Mahomes que le permitió desarrollar un arsenal insondable de recursos ofensivos para transfigurar primero su posición y después el deporte: su formación. Su historia es diferente a la de la mayoría de los atletas de élite. En la era de la especialización temprana, una máxima que tiene como receta para la perfección la teoría de las 10.000 horas que el periodista y escritor Malcolm Gladwell describió en su bestseller Outliers, Mahomes también es diferente: recién se embarcó definitivamente en el fútbol americano a sus 20 años, durante su segundo año en la universidad de Texas Tech.
Bobby Stroupe, quien fue su entrenador desde el cuarto año del secundario en Whitehouse High, evocó sus particulares inicios en diálogo con The Washington Post: “En lugar de tratar de hacer que haga las cosas que la gente piensa que hacen únicos y especiales a los mariscales de campo, decidimos continuar trabajando en las cosas que hacen especial y único a Patrick”.
Mahomes es un ejemplo de la especialización tardía sobre la que el periodista David Epstein profundiza en su libro “Range: Why Generalists Triumph in a Specialized World”. Según Epstein, numerosos estudios “demuestran que deportistas que hicieron muchos deportes en su juventud necesitan menos tiempo para convertirse en deportistas de élite”. El libro es un contrapunto permanente a la hiperespecialización temprana y a la teoría de las 10.000 horas como método para alcanzar la experticia en cualquier ámbito.
Hijo de Pat Mahomes, pitcher profesional que lanzó para los legendarios Boston Red Sox y New York Mets, desde su infancia practicó, con igual intensidad y dedicación, fútbol americano, béisbol y básquet. Su pasado se refleja en su juego, poco convencional y poco ortodoxo, que le permite encontrar respuestas a preguntas que el resto del mundo aún ni siquiera se ha hecho mientras en las redes lo comparan con Lionel Messi por su influencia en el juego, con Stephen Curry por su espectacularidad y con Michael Jordan por su aura y mentalidad ganadora.
Mahomes recibió al béisbol como herencia paterna. Como lanzador, perfeccionó su juego de pies sobre el diamante. Como shortstop, adquirió múltiples ángulos de lanzamiento que ejecuta con precisión, completamente diferentes a los tiros tradicionales de un mariscal de campo. "Lanzar desde distintos ángulos viene del béisbol. No es que planifique lanzar pases de lado, aunque los practico”, analizó Mahomes en su rol protagónico en la serie El Mariscal.
Ya en la universidad, su entrenador de fútbol americano le recomendó que siguiera jugando durante su primer año. “Era un jugador de béisbol que estaba jugando al fútbol americano”, revivió Mahomes. Recién como sophomore, a los 20 años, dejó el béisbol aunque los optimistas Detroit Tigers de la MLB lo seleccionaron en la 37ra ronda del Draft 2014. Tres años después, fue elegido en la décima posición del Draft por Kansas City Chiefs.
Fanático del básquet, fue base en el secundario: era el encargado de comandar la ofensiva de su equipo. Los rivales se lanzaban permanentemente a su caza, doblándole la marca para intentar robarle la pelota. Sobre el parquet desarrolló su capacidad de anticipar los movimientos del rival, de las trayectorias de sus propios compañeros y de cómo encontrarlos bajo presión. Mike Kafka, ex mariscal de campo, antiguo entrenador de mariscales de Kansas y actual coordinador ofensivo de los New York Giants, no dudó: “Podríamos decir que su visión es porque jugó al básquet”.
Ya profesional, siguió jugando al básquet incluso durante su etapa en la NFL. Después de que un video se propagara por las redes sociales, Kansas City le prohibió jugar en su tiempo libre. Brett Veach, general manager de los Chiefs, lo llamó por teléfono para comunicarle la decisión: “Estás quebrando un montón de tobillos en la cancha, solo asegurate de que no te rompas los tuyos”.
El caso de Mahomes es similar al de otras estrellas. Roger Federer es uno de los elegidos por Epstein para probar su teoría. El suizo practicó squash, esquí, natación, básquet, patinaje, handball, ping pong, bádminton y fútbol, su otro gran amor. Recién a los 12 años empezó a gravitar hacia el tenis y enterró definitivamente a todos los demás deportes. Una nota publicada en The New York Times en 2006 recopila que el propio Federer destacó a los deportes que practicó durante su niñez, especialmente al badminton y al básquet como dos disciplinas que le permitieron perfeccionar la coordinación entre su ojo y su mano.
Mahomes y Federer son dos casos exitosos pero no son los únicos. Uno de los más significativos tal vez sea el de Hakeem Olajuwon, dos veces campeón de la NBA e integrante del Salón de la Fama, que pisó por primera vez una cancha básquet a los 17 años. Hasta entonces, apenas había jugado al fútbol en su Nigeria natal, una práctica que lo ayudó a perfeccionar su movimiento de piernas y su habilidad. Incluso the Dream Shake, su sello icónico, nació en una cancha de fútbol: "Era uno de mis movimientos en el fútbol, y lo incorporé en el básquet".
Un camino inverso recorrió el uruguayo Carlos Goyén, el arquero del último Independiente campeón de la Copa Libertadores. Meses después del triunfo frente a Gremio en la final continental, el charrúa se lució en la histórica victoria en la Intercontinental frente al Liverpool inglés en el Estadio Nacional de Tokio. Goyén defendió el arco del Rojo durante cuatro años y 210 partidos. Inolvidable, inmortalizó su nombre como integrante perpetuo en el olimpo de ídolos del club. El charrúa repasa su particular formación: “Yo no realicé trabajos de divisiones inferiores en el fútbol. Toda mi formación fue propia del básquetbol. Empecé a jugar a los 13 y si bien me gustaba el arco, me gustaba muchísimo más el básquet”.
Goyén, quien nació en Montevideo el 14 de agosto de 1955 y creció admirando al mito Ladislao Mazurkiewicz, empezó a jugar al básquet a los 13 años en el Club Atlético Stockolmo de su ciudad natal. Jugaba en la posición de escolta y alcanzó la Primera División: “Me inicié y me formé como niño y adolescente en el básquet. Toda mi formación fue propia del básquet, a la cual le arrimé un poco de trabajo específico de reflejos porque me gustaba mucho divertirme en el club jugando al ping pong”.
Recién a los 21 años abandonó el básquet, cuando el fútbol profesional irrumpió en su vida por casualidad: “Atajaba en un partido amateur y me vieron cualidades para atajar en primera. Me descubrió Walter Taibo, un ex arquero que jugó en Huracán: iba a dirigir en River Plate de Montevideo y me dijo que le gustaría llevarme porque me veía condiciones para atajar en el fútbol profesional. Sin hacer ningún tipo de divisiones inferiores, debuté en primera directamente”.
Goyén quedó en el recuerdo por su implacable juego aéreo: “Dicen que era lo que mejor sabía hacer. El dominio del área, la seguridad, ir a buscar los centros. Todo eso me lo dio el básquet, la técnica, el timming, el salto, el rebote, me sirvió muchísimo para desempeñarme como arquero”
“Nuestra mayor fortaleza es exactamente lo opuesto a la especialización: es la capacidad de integrar diferentes experiencias”, concluye Epstein en su libro. Mahomes es la síntesis de todas sus experiencias.
Kansas City pierde por tres puntos en el tiempo extra y está obligado a anotar: un gol de campo igualará el marcador y le devolverá la posesión a San Francisco junto a la oportunidad de conquistar el título con cualquier anotación mientras que un touchdown consagrará a los Chiefs. No hay mañana, un escenario en el que no hay mayor garantía que darle la pelota y la responsabilidad a un Patrick Mahomes que comienza su avanzada desde su propia yarda 25.
Pero los síntomas de toda la noche se perpetúan, la ofensiva se estanca y Kansas City queda rápidamente en problemas: cuarta oportunidad y una yarda para seguir con vida. Y es entonces cuando Mahomes se da cuenta de su soledad, cuando asume su soledad y decide poner a prueba los límites del peso que un hombre puede acarrear sobre sus espaldas. Es en ese preciso instante en el que Mahomes agarra el balón, corre ocho yardas para el 1&10 y le anuncia al mundo que va a ganar el Super Bowl.
La escena se repite pocos minutos más tarde. Kansas City ya está en zona de gol de campo para igualar el trámite pero tiene una tercera oportunidad con una yarda por recorrer. Y Mahomes hace otra vez lo impensado: recibe el balón, retrocede para ejecutar un pase largo y quiebra a la defensa con una corrida de 19 yardas que lo transforma en el jugador de su equipo con más yardas por tierra en el Super Bowl LVIII.
Después de salvar dos veces la temporada gracias a sus piernas, Mahomes se prepara para coronar la serie ofensiva más legendaria de la historia. Con una naturalidad ridícula y una tranquilidad imperturbable, enterró los libros del fútbol situacional y cerró otra noche gloriosa con un pase de tres yardas que Mecole Hardman, quien había regresado a Kansas City tras seis meses con los New York Jets, por fin capturó.
Con su tercer Super Bowl en las manos, en la temporada menos pensada, Mahomes ya está cubierto de papelitos. Inmerso en la alocada celebración que se desata a su lado, Mahomes aprovecha para lanzarle una advertencia al resto de la liga: “No hemos terminado. Vamos a celebrar esta noche y celebrar en el desfile del miércoles. Kansas City, no hemos terminado. Tenemos un equipo joven, vamos a seguir. Este no es el fin: es el inicio de una dinastía”.